viernes, 4 de octubre de 2013
El paulista.
El atardecer cae sobre un bar de Florida. El viento baila entre las mesas del café y el sol de media tarde le gana la batalla al día invernal, de primavera precoz. Llega él, vestido de negro, sobretodo de paño, pantalón de traje y zapatos a juego. Tira el paquete de cigarrillos a la mesa y se sienta. El mozo se acerca y antes de que logre preguntarle, le indica que tomará un cortado. Una veloz media vuelta y desaparece atrás de la barra con la bandeja de aluminio. Recostado en la silla mira la avenida a la espera del café. Mira a los autos y a la gente, oscilan, como los planetas en el movimiento del péndulo de un reloj. Un paisaje en constante movimiento. Un río. Un fluir de gente y autos y luces y sonidos. Temblando, saca un cigarrillo del paquete y lo golpea dos veces contra la mesa. Agarra el encendedor y se cruza de piernas. Lo enciende y pita profundo. Disfruta el humo en la garganta y siente como lo tranquiliza. Empuja el humo al aire, forzándolo a salir. Cambia el cigarrillo de mano, pita por segunda vez y disfruta la calma momentánea. El cigarrillo ya muestra la herida, la quemadura apurada del papel. Llega el café, extiende cincuenta pesos y recibe el cambio. Lo guarda en el bolsillo sin contarlo. Agarra un sobre de azúcar. Muerde la punta, la desgarra y la escupe al suelo. Vuelca el azúcar en la taza describiendo círculos de distintos tamaños. Acto seguido agarra la cuchara y revuelve el café en el sentido de las agujas del reloj. Cuatro vueltas. Tira la cuchara a la mesa y apura un sorbo. Nuevamente fuma y se alivia. Toma, fuma y suspira. Fuma, toma, fuma, suspira. Suspira, fuma y toma. Se alivia. El último sorbo del café. La última pitada. El ultimo alivio. Apaga el cigarrillo con la violencia de un te quiero en alemán dejando al cenicero sangrando a su suerte, humeando, como el cañón de un arma que acaba de ser disparada. Se levanta y cruza la avenida sin voltear. El mozo vuelve y encuentra la escena del crimen sin propina.
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