Juan es un bibliotecario más del barrio Florida. Todos
los días recorre una a una las estanterías, repara los lomos y ordena cada uno
de los libros en su lugar correspondiente. Es un trabajo algo aburrido, pero le
da tiempo para pensar. Pensar en sus cuentos, pensar en sus plantas, pensar en
sus perros, pensar en nada. Y, por sobre todas las cosas, puede leer todo lo
que quiera. Desde las enciclopedias arábigas hasta las novelas de erotismo y
misticismo que juntan polvo en el ala derecha de este gran salón; Sin embargo, hay
algo que no mucha gente sabe. Juan se refugia en los libros porque tiene fobia
social, le teme a la opinión de las personas. Se siente juzgado tanto por la
nena de diez años que viene a pedirle un tomo de Harry Potter como por el
abogado perspicaz que viene a hojear el código comercial, y ni hablar cuando viene ella, en sus vestidos de
flores, haciendo juego con sus coloridas sandalias, sin importar cuanto llueva
ni cuanto frio haga. No usa maquillaje, únicamente una sonrisa le adorna el
rostro. Pero él no la puede mirar a los ojos y eso que la conoce hace ya tres
años, diez meses, cinco días y ocho horas. Pero no se desespera, no. Sin que
ella se dé cuenta, la mira de lejos como quien contempla una vela, como quien
ve una flor sin arrancarla, y disfruta de amarla en silencio y serle útil
sacándole los libros de los estantes a los cuales no alcanza. ¡Ay! Si supiera
lo enamorado que está de ella. No es su
inteligencia, ni su belleza, no es su dialéctica ni tampoco son sus gustos. La
ama y no tiene en claro por qué. Es el mejor tipo de los amores. Se ama y
punto. Se ama sin prejuicios, sin puntos y aparte. Se ama de corrido.
El veintitrés de mayo
fue un día especial para Juan, mientras realizaba su ronda habitual encontró un
libro que nunca antes había visto, lo tomó y lo llevo al escritorio para
examinarlo. La tapa azul y dura, decorada en dorado, le provocaba misterio. No
tenía título ni tampoco autor. Esto lo sorprendió aún más, en su biblioteca no
había lugar para libros sin rótulos. Tampoco estaba escrita en la preliminar,
la edición a la cual pertenecía. Una vez en su escritorio preparó el mate y se sentó de costado a la ventana, para
distraerse con las plantas del jardín aledaño. Quiso abrir el libro en la página
del día de la fecha, doscientos treinta y cinco, es decir veintitrés de mayo,
pero el volumen únicamente tenía ciento ochenta y nueve páginas. Decepcionado,
eligió el capítulo dos y la página treinta y cinco. Para su sorpresa, rezaba
únicamente una frase: “La palabra escrita
es la voz de los que no se rendirán jamás”. La releyó varias veces, pero no
pudo encontrarle gran sentido. Como quién no quiere la cosa, dejó el libro
apilado a un costado para retomarlo en cuanto le entrasen ganas de leerlo y se
distrajo viendo bailar a las abejas con las flores. La tarde paso como las
hojas de los árboles que caían en esa época del año, una a una, sin
alborotarse. Decidió dar la última recorrida del día. En la sección de poesía occidental, una voz de
ultratumba se posó en su oído “Dejemos que el pasado sea el pasado.” Se dio vuelta pero nadie estaba allí. La frase
seguía en sus oídos, era su favorita de Homero. Debo estar perdiendo la cabeza
se dijo para consolarse. Nuevamente una voz habló, pero distinta a la anterior,
más cuidada, más armónica y dulce “No te
dejes vencer por el desaliento. No permitas que nadie te quite el derecho a
expresarte, que es casi un deber. No abandones las ansias de hacer de tu vida
algo extraordinario.” Nuevamente se dio vuelta y no encontró a nadie. Pero
esa era la voz de Walt Whitman, de eso estaba seguro. Corrió hacia la entrada
para corroborar que la puerta siguiera cerrada con llave y al darse vuelta las
palabras salieron de cada libro en cada estante y se le metieron por los ojos,
le llenaron los oídos, le endulzaron el paladar, respiró la tinta antigua, el
olor de las hojas llenas de humedad y el hedor de las polillas. Cada frase
entraba en él y lo llenaba un poco más. Le pasaba por la lengua, subía y bajaba
por su garganta, quedaba suspendida en su boca,
eran agrias o dulces, amargas o ácidas. Pero hermosas, todas eran hermosas,
representaban la voz de los que nunca se rendirían. Lo representaban y él las
elegía. Fueron tantas las frases que le
llegaron al cuerpo, que buscaron todos los posibles recovecos para asegurarse y
asentarse. Algunas fueron a los muslos,
otras a los pulmones y las que él más quería, las guardo en su corazón. Cuando
ya no podían alojarse más en él, empezaron a brotar de sus ojos como ríos de
tinta negra y azul que le bañaron la camisa blanca. Lloró un diccionario, una
antología de poemas y el sueño de los héroes. El timbre sonó y lo sacó de su
llanto. Volviendo en sí, limpió sus ojos y mejillas con los puños de la camisa,
manchándolos de azul petróleo. Asomó su cabeza
para ver quién era y para su sorpresa, atinó a ver unas sandalias y la pollera
de un vestido floreado. Le abrió con una sonrisa de oreja a oreja y ella, sorprendida,
la retribuyo amablemente. Una vez adentro, la miró a los ojos. Eran almendrados
y destellaban pasiones nunca antes advertidas. Sin pausa y sin prisa le dijo: “Hoy tu sonrisa, es limpia y gira. Quiero
verte bailar”. Cerró la puerta y bailaron
hasta quedar frente a frente, sus bocas entreabiertas apenas rozándose y sus
pies también.
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