domingo, 29 de septiembre de 2013

Palabras Prestadas.

Juan es un bibliotecario más del barrio Florida. Todos los días recorre una a una las estanterías, repara los lomos y ordena cada uno de los libros en su lugar correspondiente. Es un trabajo algo aburrido, pero le da tiempo para pensar. Pensar en sus cuentos, pensar en sus plantas, pensar en sus perros, pensar en nada. Y, por sobre todas las cosas, puede leer todo lo que quiera. Desde las enciclopedias arábigas hasta las novelas de erotismo y misticismo que juntan polvo en el ala derecha de este gran salón; Sin embargo, hay algo que no mucha gente sabe. Juan se refugia en los libros porque tiene fobia social, le teme a la opinión de las personas. Se siente juzgado tanto por la nena de diez años que viene a pedirle un tomo de Harry Potter como por el abogado perspicaz que viene a hojear el código comercial, y ni hablar cuando viene ella, en sus vestidos de flores, haciendo juego con sus coloridas sandalias, sin importar cuanto llueva ni cuanto frio haga. No usa maquillaje, únicamente una sonrisa le adorna el rostro. Pero él no la puede mirar a los ojos y eso que la conoce hace ya tres años, diez meses, cinco días y ocho horas. Pero no se desespera, no. Sin que ella se dé cuenta, la mira de lejos como quien contempla una vela, como quien ve una flor sin arrancarla, y disfruta de amarla en silencio y serle útil sacándole los libros de los estantes a los cuales no alcanza. ¡Ay! Si supiera lo enamorado que está de ella. No es su inteligencia, ni su belleza, no es su dialéctica ni tampoco son sus gustos. La ama y no tiene en claro por qué. Es el mejor tipo de los amores. Se ama y punto. Se ama sin prejuicios, sin puntos y aparte. Se ama de corrido.
El veintitrés de mayo fue un día especial para Juan, mientras realizaba su ronda habitual encontró un libro que nunca antes había visto, lo tomó y lo llevo al escritorio para examinarlo. La tapa azul y dura, decorada en dorado, le provocaba misterio. No tenía título ni tampoco autor. Esto lo sorprendió aún más, en su biblioteca no había lugar para libros sin rótulos. Tampoco estaba escrita en la preliminar, la edición a la cual pertenecía. Una vez en su escritorio preparó  el mate y se sentó de costado a la ventana, para distraerse con las plantas del jardín aledaño. Quiso abrir el libro en la página del día de la fecha, doscientos treinta y cinco, es decir veintitrés de mayo, pero el volumen únicamente tenía ciento ochenta y nueve páginas. Decepcionado, eligió el capítulo dos y la página treinta y cinco. Para su sorpresa, rezaba únicamente una frase: “La palabra escrita es la voz de los que no se rendirán jamás”. La releyó varias veces, pero no pudo encontrarle gran sentido. Como quién no quiere la cosa, dejó el libro apilado a un costado para retomarlo en cuanto le entrasen ganas de leerlo y se distrajo viendo bailar a las abejas con las flores. La tarde paso como las hojas de los árboles que caían en esa época del año, una a una, sin alborotarse. Decidió dar la última recorrida del día. En  la sección de poesía occidental, una voz de ultratumba se posó en su oído “Dejemos que el pasado sea el pasado.”  Se dio vuelta pero nadie estaba allí. La frase seguía en sus oídos, era su favorita de Homero. Debo estar perdiendo la cabeza se dijo para consolarse. Nuevamente una voz habló, pero distinta a la anterior, más cuidada, más armónica y dulce “No te dejes vencer por el desaliento. No permitas que nadie te quite el derecho a expresarte, que es casi un deber. No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario.” Nuevamente se dio vuelta y no encontró a nadie. Pero esa era la voz de Walt Whitman, de eso estaba seguro. Corrió hacia la entrada para corroborar que la puerta siguiera cerrada con llave y al darse vuelta las palabras salieron de cada libro en cada estante y se le metieron por los ojos, le llenaron los oídos, le endulzaron el paladar, respiró la tinta antigua, el olor de las hojas llenas de humedad y el hedor de las polillas. Cada frase entraba en él y lo llenaba un poco más. Le pasaba por la lengua, subía y bajaba por su garganta, quedaba suspendida en su boca, eran agrias o dulces, amargas o ácidas. Pero hermosas, todas eran hermosas, representaban la voz de los que nunca se rendirían. Lo representaban y él las elegía.  Fueron tantas las frases que le llegaron al cuerpo, que buscaron todos los posibles recovecos para asegurarse y asentarse. Algunas fueron a  los muslos, otras a los pulmones y las que él más quería, las guardo en su corazón. Cuando ya no podían alojarse más en él, empezaron a brotar de sus ojos como ríos de tinta negra y azul que le bañaron la camisa blanca. Lloró un diccionario, una antología de poemas y el sueño de los héroes. El timbre sonó y lo sacó de su llanto. Volviendo en sí, limpió sus ojos y mejillas con los puños de la camisa, manchándolos de  azul petróleo. Asomó su cabeza para ver quién era y para su sorpresa, atinó a ver unas sandalias y la pollera de un vestido floreado. Le abrió con una sonrisa de oreja a oreja y ella, sorprendida, la retribuyo amablemente. Una vez adentro, la miró a los ojos. Eran almendrados y destellaban pasiones nunca antes advertidas. Sin pausa y sin prisa le dijo: “Hoy tu sonrisa, es limpia y gira. Quiero verte bailar”. Cerró la puerta y bailaron hasta quedar frente a frente, sus bocas entreabiertas apenas rozándose y sus pies también.

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